Se acercó a Él un leproso que, rogándole y doblando las rodillas, le decía:
- Si quieres, puedes limpiarme.
Y, compadecido, extendiendo su mano le tocó y le dijo:
- Quiero. Queda limpio.
Y, con tono severo, le despidió advirtiéndole:
- Mira, no le digas nada a nadie, sino anda, muéstrate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio.
Pero él, en cuanto salió, comenzó a proclamar bien alto y a divulgar aquello, hasta el punto de que Jesús no podía entrar manifiestamente en ciudad alguna, sino que se quedaba fuera, en parajes solitarios. Y, aun así, venían a Él de todas partes.
(Mc 1, 40-45)